Historia: Mundos Distintos
Los personajes pertenecen a S.M, la historia es una
adaptación.
Capítulo 1
Edward Cullen miró a su alrededor y se sintió contento. Estaba en una habitación
preciosa, en un museo muy prestigioso, en el centro de Londres. Había sido
diseñado por un famoso arquitecto Art Deco en los años veinte y recibía la
visita de millones de turistas que querían admirar sus espectaculares
vidrieras.
La
multitud también era exclusiva; políticos de alto rango, comentaristas de los
medios de comunicación, celebridades de todo tipo y filántropos millonarios que
controlaban los mercados de todo el mundo con solo levantar un dedo o arquear
una ceja. Edward, a sus treinta y dos años de edad, estaba en esa última categoría y por
ello era el objetivo de todas las miradas. Un silencio especulativo se cernía
sobre él; todos se preguntaban cómo había llegado a ser intocable en tan poco
tiempo.
De
repente se fijó en una rubia alta y elegante que estaba al otro lado del salón.
Llevaba el pelo recogido en un moño clásico y sus ojos eran tan azules como
altivos. Sin embargo, su expresión se suavizaba bajo la mirada de Edward. Llevaba las mejillas cuidadosamente teñidas de colorete, pero el
auténtico rubor no llegaba hasta ellas. Llevaba un rutilante vestido negro y,
de alguna manera, Edward sabía que era tan dura como los diamantes que
brillaban sobre su pecho y en sus orejas. Ella sonrió y levantó su copa,
mirándolo.
Una
sensación triunfal recorrió a Edward de pies a cabeza. Levantó su copa y la saludó
también. La idea de cortejar a la distinguida señorita Jane Vulturi corría por sus venas como un delicioso néctar. Ese era el momento. Por fin
estaba en lo más alto, por fin había llegado adonde siempre había querido
estar, después de tanto esfuerzo. Nunca hubiera podido imaginar que se
encontraría en esa situación; desempeñando el papel de anfitrión para una
multitud como esa, formando parte de ella.
Por
fin estaba lo bastante lejos de aquella infancia marginal vivida en una ciudad
italiana; lejos de aquel niño salvaje, de la calle. Aquel niño no tenía salida.
Su propio padre le había escupido en la calle y sus medias hermanas habían
pasado por su lado sin siquiera mirarlo. Pero él se había abierto camino con
uñas y dientes hasta llegar arriba, con agallas, determinación y una inteligencia
avispada. Y hasta ese momento nadie conocía su verdadero pasado.
Dejó
su copa vacía encima de la bandeja que sostenía un camarero, pero no la
reemplazó por otra llena. Mantener la cabeza fresca era su primera regla de
oro.
De
pronto recordó aquel burdo tatuaje que había llevado durante años y que se
había quitado. Había sido unas de las primeras cosas que había hecho al llegar
a Londres casi quince años antes. Con solo pensar en ello, sintió un extraño
cosquilleo en la piel.
Ahuyentó
esos pensamientos y se dirigió con decisión hacia la señorita Jane Vulturi. Durante un breve instante sintió una claustrofobia repentina, pero
consiguió controlarla. Estaba donde quería estar, en el sitio al que tanto le
había costado llegar.
Se
esforzó por poner su mejor cara. ¿Por qué tenía que esforzarse aún?
Edward se molestó consigo mismo…
De
repente reparó en una joven solitaria. Era evidente que no era tan llamativa o
glamurosa como las otras mujeres. El vestido no le quedaba muy bien y su
cabello era una masa vibrante de pelo chocolate. Había algo indomable e
irreverente en ella, algo que le llamaba poderosamente la atención.
Edward olvidó su propósito inicial casi sin darse cuenta. No podía apartar la
vista de aquella joven misteriosa. Antes de saber lo que estaba haciendo cambió
de rumbo y se dirigió hacia ella.
Bella Swan trataba de comportarse con indiferencia y desparpajo, como si estuviera
acostumbrada a ser invitada a las fiestas más glamurosas en Londres. Pero era
difícil… sobre todo para una camarera de bar. Ella estaba acostumbrada a la
clase de sitios en los que los hombres le pellizcaban el trasero y le decían
cosas desagradables. Apretó la mandíbula casi inconscientemente. Una
licenciatura en Bellas Artes no servía para mucho en un mundo dominado por la
economía, pero ella tenía un sueño. Sin embargo, por desgracia, para
financiarse ese sueño tenía que ganarse la vida, comer y sobrevivir; algo
difícil con un trabajo precario.
Bella salió de esas reflexiones nocivas sacudiendo la cabeza. Podía
arreglárselas con esos trabajos precarios. Podía mantenerse a flote y afrontar
esa situación. Apretó con fuerza el bolso de fiesta contra el abdomen. ¿Adónde
había ido Steven? Le había acompañado para hacerle un favor… Apretó los labios.
La tensión se la comía en un entorno como ese… Y la preocupación que sentía por
él también.
Hizo
un esfuerzo por relajarse… La fiesta benéfica la organizaba todos los años la
empresa para la que trabajaba su hermano, y se había convertido en un gran
acontecimiento para él… De ahí sus cambios de humor y ese nerviosismo… Ambos
tenían veinticuatro años y Bella ya no podía seguir sintiéndose responsable de él…
Ya no podía seguir cuidándole como había hecho toda la vida. Todavía llevaba
las cicatrices de las peleas en las que se había metido para defenderle de
algún matón… para proteger a su hermano pequeño, al que solo le llevaba veinte
minutos.
Antes
de abandonarles, su madre siempre le había recordado muy bien que su querido
hijo había estado a punto de morir, mientras que ella, Bella, había tenido la osadía de crecer más sana y fuerte que un roble.
«Me
lo llevaría conmigo si pudiera. Él ha sido el único al que siempre quise. Pero
está demasiado apegado a ti y no puedo hacerme cargo de un chiquillo
malcriado».
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Bella reprimió la ola de emoción que la embargó de repente, la que siempre la
invadía cuando recordaba aquel día. Suspiró al ver a su hermano a lo lejos. Su
corazón se llenó de amor por él. Habían pasado muchas cosas desde aquel día,
pero siempre habían velado el uno por el otro. La debilidad de Steven había
sido tan grande que ni siquiera ella había logrado salvarle durante unos años,
pero las cosas habían cambiado. Él había vuelto a la carga.
«Por
favor, Bella, de verdad quiero que me acompañes… Todos van a traer a sus esposas. No
puedo desentonar. ¿Sabes lo importante que es haber conseguido un trabajo en Cullen International?…».
Y
después había vuelto a ofrecerle el discurso de siempre acerca del magnífico Edward Cullen, tanto así, que Bella no había tenido más remedio que escucharle alabar
a esa persona que no podía ser humana porque era demasiado perfecta. Y también
le había escuchado porque había visto lo ansioso que estaba, y porque sabía lo
mucho que había trabajado para lograr una oportunidad. Largas horas en la
cárcel, estudiando, para sacarse el graduado y poder acceder a la universidad
en cuanto saliera… El miedo constante de que pudiera recaer en las drogas…
Pero
eso no había ocurrido. Por fin, su talento extraordinario y su inteligencia
estaban sirviendo para algo. Estaba hablando con otro hombre. Mirándolo, nadie
hubiera dicho que era su hermano. Steven era alto y delgado. Bella medía poco más de metro y medio y su figura infantil siempre la había
avergonzado. Era castaña, con pecas, ojos marrones; había salido a su padre
irlandés. Otra razón por la que su madre la odiaba…
Hizo
una mueca al ver que el vestido se le bajaba un poco más por el pecho, dejando
al descubierto un centímetro más de piel en el escote… Nada del otro mundo. Se
había comprado aquel vestido esa misma tarde en una tienda de segunda mano y ni
siquiera se había molestado en probárselo. Un gran error… El vestido era por lo
menos dos tallas más grandes y le sobraba por todas partes.
Se
cansó de esperar a Steven. Debía de estar demasiado ocupado. Le dio la espalda
a la multitud y se subió el vestido. Se fijó en una mesa repleta de deliciosos
platos llenos de canapés. De repente tuvo una idea.
Fue
hacia aquellos exquisitos manjares… Y entonces sintió una voz a su lado.
–La
comida no se va a acabar, ¿sabes? La mayoría de la gente que hay por aquí no ha
comido en años.
Aquella
cínica observación flotó en el aire por encima de Bella. La joven se sonrojó
violentamente y asió con fuerza el canapé que acababa de envolver en una servilleta
para guardar en el bolso. Ya era el cuarto. Miró a su izquierda, de donde
provenía la voz. Se topó con una inmaculada camisa blanca, una pajarita… Y
entonces vio al hombre más apuesto que jamás había visto en su vida. El canapé
se le cayó de la mano y fue a parar directamente al bolso. Se quedó embelesada,
hipnotizada. Unos ojos verdes brillaban en aquel rostro salvajemente hermoso. Bella casi tuvo ganas de hacer una reverencia… Aquel desconocido desprendía un
carisma escandalosamente sexual.
–Yo…
–no podía hablar.
Se
hizo el silencio.
–
¿Tú…? –él arqueó una ceja, esbozó una media sonrisa.
La
mirada de Bella fue a parar a esos labios perfectos… Había algo tan provocadoramente
sensual en aquella boca, como si estuviera hecha para besar, y solo para besar.
Cualquier otra cosa hubiera sido un desperdicio.
Con
la cara ardiendo de vergüenza, Bella levantó la vista de nuevo hacia esos ojos verdes. Era consciente de que aquel hombre era altísimo, el ancho de su espalda
casi intimidaba. Tenía el pelo grueso y cobrizo, con un mechón rizado que le
caía sobre la frente. Le daba un aire travieso que no hacía más que mejorar
aquellos rasgos duros y altivos. Aquel desconocido tenía un porte soberbio,
regio. Llevaba las manos metidas en los bolsillos con desparpajo…
Bella logró bajar los ojos por fin.
–La
comida no es para mí. Es para…
Buscó
una excusa desesperadamente y entonces pensó en qué diría Steven si la echaban
de allí por ello. A lo mejor se había confundido del todo con aquel hombre…
Volvió a mirarlo.
–
¿Es de la seguridad? –le preguntó con prudencia.
Casi
al mismo tiempo que las palabras salían de su boca, Bella supo que debería haber guardado
silencio. Transcurrió una fracción de segundo y él se echó a reír. El golpe de
la vergüenza, saber que todo aquello le quedaba demasiado grande, la hizo
responder con contundencia.
–Tampoco
es para tanto. ¿Cómo iba a saber quién es?
El
hombre dejó de reírse, pero sus ojos brillaron con un gesto divertido,
despertando la ira de Bella. Ella sabía que estaba reaccionando a ese efecto
tan peculiar que él estaba teniendo en su cuerpo. Nunca se había sentido así
antes. A pesar del calor que había en el salón, tenía la piel de gallina. Sus
sentidos estaban más despiertos que nunca. Podía oír su propio corazón,
latiendo estruendosamente… Y tenía calor, como si le estuvieran prendiendo
fuego por dentro.
–
¿No sabes quién soy?
Una
gran incredulidad se dibujó en el rostro perfecto del desconocido… aunque en
realidad, no lo era tanto. Bella se fijó con más atención y se dio cuenta de que
tenía la nariz ligeramente torcida, como si se la hubieran roto, y tenía
diminutas cicatrices por una mejilla. También tenía otra cicatriz que iba desde
la mandíbula hasta la sien, en el otro lado de la cara.
Bella se estremeció un poco, como si hubiera reconocido algo de aquel hombre a
un nivel muy primario e instintivo, como si compartieran algo… Absurdo. La
única cosa que podía compartir con un hombre como él era el aire que
respiraban. La pregunta de él la devolvió a la Tierra.
Levantó
la barbilla.
–Bueno,
no soy adivina. Y usted no lleva una etiqueta con el nombre puesto, así que
¿cómo voy a saber quién es?
Él
cerró la boca y apretó los labios, como si intentara reprimir una risotada. Bella, por su parte, tuvo que reprimir las ganas de darle un puñetazo.
–
¿Quién es, si es que es tan importante que todo el mundo debería conocerlo?
Él
sacudió la cabeza y se puso serio de repente. Bella volvió a temblar. Había un
brillo especulativo en su mirada. Detrás de aquel encanto sencillo se escondía
algo mucho menos benévolo, algo oscuro, calculador…
–
¿Por qué no me dices quién eres tú?
Bella abrió la boca, pero en ese momento un hombre se interpuso entre ellos y se
dirigió hacia el desconocido misterioso, ignorando a Bella completamente.
–Señor
Cullen, ya están listos para escuchar su discurso.
Bella se quedó perpleja. ¿Señor Cullen? El hombre con el que acababa de hablar era Edward Cullen… Tal y como Steven se lo había descrito, siempre se había imaginado a alguien
muchísimo mayor, de estatura pequeña, gordo, siempre fumando un puro… Pero el
hombre que tenía ante ella debía de tener treinta y pocos…
Cuando
el que los había interrumpido se marchó, Edward se acercó a Bella. Su aroma la golpeó de inmediato; era almizclada, y muy masculina. Él
extendió una mano y, todavía sorprendida, ella levantó la suya. Sin dejar de
mirarla ni un segundo, él se inclinó y le dio un beso en el dorso de la mano…
Nada más sentir el roce de sus labios en la mano, Bella sintió que el corazón le daba un
vuelco; la sangre empezó a correr más rápido por sus venas…
Él
se incorporó y le soltó la mano. Ya no estaba especulando. Estaba siendo
seductor, insinuante.
–No
te vayas, ¿quieres? Todavía no me has dicho quién eres.
Y
entonces, después de dedicarle una mirada abrasadora, dio media vuelta y se
perdió entre la multitud. En ese momento Bella pudo respirar de nuevo; le
observó desde lejos. Era más alto que la mayoría y la gente se echaba a un lado
a su paso para facilitarle el camino. Espaldas anchas, caderas estrechas…
Perfección.
Era
Edward Cullen, hombre de negocios, millonario, una leyenda viviente… Algunos lo llamaban
genio… Buscó a su hermano con la mirada y le encontró. Steven miraba a Edward como si estuviera hipnotizado… Sin saber muy bien por qué era tan
importante salir de allí, Bella supo que tenía que marcharse. La idea de volver a
vérselas con aquel hombre resultaba de lo más turbadora. Su falta de aplomo la
avergonzaba. La piel enrojecida de las manos le picaba… Todo la gente que
estaba en esa sala debía de saber quién era él; todos menos ella. Las joyas que
llevaban las mujeres eran de verdad, no como las suyas, que eran poco menos que
de plástico. Ese no era su lugar.
Pensó
en lo que había ocurrido un rato antes. El hombre más importante de todos le
había visto robando canapés y guardándoselos en el bolso. De repente se imaginó
a su hermano Steven, presentándoselo… Se quedó blanca como la leche con solo
pensarlo. Steven se iba a morir de vergüenza si Edward Cullen decía algo. A lo mejor incluso
tenía problemas. El sentido de la responsabilidad se apoderó de ella y entonces
hizo lo único que podía hacer.
Huyó.
Edward Cullen examinó el artículo que le habían dedicado en el suplemento de economía
del periódico e hizo una mueca. La caricatura de su cara le hacía más masculino
y siniestro. Pero cuando vio su foto junto a la bellísima Jane Vulturi, sintió una descarga de satisfacción. Sabía que hacían buena pareja,
blanco y negro… La instantánea había sido tomada en la fiesta benéfica
organizada por su empresa en el London Museum, la semana anterior. Aquella
noche se había embarcado en una campaña con la que pretendía consagrar su lugar
en la alta sociedad de forma permanente. Y eso solo se conseguía a base de
seducción…
Su
sonrisa se volvió dura y despiadada al recordar el entusiasmo de la señorita Vulturi; fácilmente hubiera podido llevársela a la cama… Pero hasta ese momento se
había resistido a sus encantos. Esa noche había decidido que su objetivo sería
casarse con ella y el sexo no podía arruinarle el plan. Su sonrisa se
desvaneció cuando reconoció que no le había costado mucho esfuerzo
resistírsele.
De
repente, el recuerdo de una castaña pequeña y pizpireta se presentó en su memoria. La
imagen fue tan vívida que le hizo levantarse de la silla en la que estaba
sentado. Se detuvo frente a la ventana panorámica de su despacho, que ofrecía
las mejores vistas de Londres.
Apretó
la mandíbula, rechazando el recuerdo con contundencia. Después de dar aquel
discurso, en vez de dirigirse hacia Jane, se había ido a buscar a aquella joven misteriosa
directamente, pero ella había desaparecido. Todavía podía recordar lo mucho que
se había sorprendido, indignado. Nadie, y mucho menos una mujer, huía de él de
esa manera. En los quince años que llevaba fuera de Italia, jamás se había
desviado de sus planes, siempre cuidadosamente forjados… Jamás… hasta ese día.
Y ella ni siquiera era hermosa, pero tenía algo… Algo en ella había apelado a
sus instintos más primarios.
Se
había pasado casi toda la velada buscándola, sin dejar de pensar en ese
encuentro fortuito. A esas alturas tendría que haber estado a años luz de
aquella vida del pasado. Estaba a punto de subir el peldaño decisivo, el que le
llevaría a la esfera más alta, al estrato más elitista, lejos del pasado.
Un
tanto agobiado, Edward se frotó la nuca. Ese momento de introspección tan
intenso se debía al problema de seguridad que había habido recientemente en su
empresa. Se había descubierto rápido, pero le había hecho abrir los ojos, le
había hecho darse cuenta de lo peligrosamente complaciente que se estaba
volviendo.
Había
contratado a Steven Dywer un mes antes, simplemente porque le había dado
buenas vibraciones, lo cual no era una práctica habitual en él. Pero se había dejado
impresionar por las ganas y la inteligencia del muchacho… Y algo en él le había
recordado a ese joven emprendedor y luchador que una vez había sido. Su
currículum no decía mucho, pero había decidido darle una oportunidad de todos
modos.
Y
Steven Dywer se lo había pagado transfiriendo un millón de euros a una cuenta
ilocalizable y se había esfumado de la faz de la Tierra. Solo habían pasado
siete días desde la fiesta de la empresa… Fue como una bofetada en la cara, y
le recordó que no podía permitirse bajar la guardia ni por un segundo.
Todos
le darían la espalda si se mostraba como un empresario débil y vulnerable. Y si
eso llegaba a ocurrir, Jane Vulturi lo miraría con desprecio y jamás aceptaría una
proposición de matrimonio. Llevaba mucho tiempo teniendo el control absoluto y
de repente le había dado por seducir a mujeres con vestidos de saldo y
contratar a empleados por instinto. Estaba poniendo en peligro todo aquello por
lo que tanto había luchado. El dinero le hacía poderoso, pero la aceptación
social era lo único que podía mantenerle en el poder para siempre. Esa pequeña
grieta que había aparecido en su armadura de hierro le preocupaba mucho. La
gente ya empezaba a sentir curiosidad acerca de su pasado, y no quería darle
ningún motivo a la prensa sensacionalista para que ahondaran un poco más en su
pasado. Su equipo de seguridad no había logrado encontrar a Steven Dywer… Pero no descansaría hasta que dieran con él para darle su merecido.
Edward le dio la espalda a la ventana y agarró la chaqueta. El crepúsculo se
cernía sobre la ciudad y todos los despachos estaban vacíos ya. Normalmente ese
era su momento preferido para trabajar, cuando todo el mundo se había marchado
ya. Le gustaba oír el silencio. Era reconfortante. Era algo tan distinto a esa
ensordecedora cacofonía de la juventud. Justo cuando iba a salir del despacho,
sonó el teléfono. Dio media vuelta y contestó. Escuchó lo que le decía la
persona que estaba al otro lado de la línea y su cuerpo se tensó de inmediato.
–Que
la traigan aquí –dijo, casi escupiendo las palabras.
Fue
hacia el ascensor y vio cómo se iluminaban los números de las plantas. Alguien
preguntaba por Steven Dywer… Hubo una pausa cuando el ascensor se detuvo y,
justo antes de que se abrieran las puertas, Edward sintió que el corazón le daba un
vuelco, como si algo importante estuviera a punto de ocurrir.
Las
puertas se abrieron por fin… Ante él apareció una joven menuda vestida con una
camiseta gris, unos vaqueros viejos y una especie de rebeca atada a la cintura.
Una mata de pelo chocolate recogido en una coleta le caía sobre un hombro,
llegando casi hasta sus pechos. Tenía la cara pálida, con forma de corazón. Las
pecas se le veían más que nunca. Sus ojos, enormes y marrones, tenían reflejos
dorados y verdes.
No
tardó ni una fracción de segundo en reconocerla. Sin saber muy bien lo que
hacía, la agarró de los brazos y tiró de ella.
–
¡Tú!
Espero sus comentarios.

me encanto la historia donde la seguiras,ne dejas queriendo mas.
ResponderEliminarSiguela
ResponderEliminarHola, quisiera saber si vas a continuar esta historia.
ResponderEliminarQuisiera saber si esta historia continua
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